11 de mayo de 2014

Otra de museos

Los más fieles seguidores de este blog recordarán las desopilantes aventuras relatadas en este capítulo. Esta vez les traigo la crónica de otro recorrido fotográfico/cultural que podría titularse Breve excursión al museo de La Plata.
  Este museo funciona en un edificio centenario de características neoclásicas, en el barrio platense conocido como “del bosque” y tiene, como la mayoría de los museos, gigantescas salas con distintas colecciones de objetos que los visitantes pueden recorrer a sus anchas, más o menos sorprendidos y más o menos boquiabiertos. Además de esto hay en el museo una cafetería, una galería con columnas alrededor de un busto del perito Francisco Pascacio Moreno y una tienda de recuerdos.

Hasta aquí la parte pública, que se puede visitar sin ser interpelado por los guardias de seguridad que sin embargo nunca se privan de echar una mirada sospechosa a cualquiera que se detenga por más de un minuto delante de cualquier esqueleto, con verdadero o fingido interés.
Pero mi compañero y yo somos periodistas y estamos dispuestos a ir más allá, por eso atravesamos reverentes una de las pesadas puertas de madera que abundan en el museo y nos internamos en la cocina de la ciencia, donde investigadores y científicos empujan un poco cada día la barrera de lo que conocemos. La misión; entrevistar al doctor Héctor Pucciarelli, jefe de la División Antropología del museo; y cosechar su opinión sobre una creciente disputa entre ciertos jóvenes antropólogos y los investigadores de la vieja escuela.

En colores también resultaba aterrador!

A las instrucciones para llegar hasta el Museo le siguen las instrucciones para llegar hasta la oficina del Dr. Pucciarelli; segundo piso por el ascensor B.  Torcer a la derecha. Atravesar la sala egipcia y entrar en el ala de antropología. “Ahí vas a ver uno de seguridad y preguntás”. 

Le preguntamos, y después de sospechar durante unos minutos y advertir que no podemos tomar fotografías, nos acompaña hasta un pasadizo más o menos escondido y nos aconseja: seguir por el pasillo hasta una puerta de chapa verde (luego veremos que los cientos de puertas del museo están pintadas en este nefasto color), buscar el letrero "antropología", desde ahí siempre a la izquierda, rodear los ficheros hasta la parte de las oficinas, y "cuando lleguen lo van a ver al doctor". 

Siguió entonces la recorrida por un corredor interminable por lo largo, pero más por lo estrecho y por lo oscuro, repleto de muebles, estanterías, vitrinas y baúles, en el que cada centímetro de superficie horizontal a la vista está ocupado por alguna caja polvorienta que parece venir del otro lado del mundo, o alguna carpeta henchida de papeles amarillentos, o algún objeto óseo-rocoso más o menos momificado. En la penumbra identificamos algo que podría ser la puerta de chapa, y nos aventuramos por un pasillo que, creo, es el de la izquierda. Sumergidos en los abisales vericuetos de la sección "antropología", perdemos rápidamente el sentido de la orientación, la noción del tiempo y el valor. Sugiero quedamente a mi compañero que hagamos la entrevista por teléfono, y la ilustremos con algún recorte del billiken.
Cuando estaba a punto de resignarme a pasar el resto de mi vida en las entrañas del museo, descubro a lo lejos, haciendo señas con la mano junto a un caparazón de terodáctilo, una figura humana que se recorta a contraluz.
A punto estuve de besar al bueno del doctor Pucciarelli cuando nos rescató.
Guiados por el instinto del doc,  enseguida llegamos a una oficina, también parecida a una catacumba romana, en la que tiene lugar la entrevista. 


Inmediatamente desistí de armar el trípode (estando parado mi cabeza tocaba el techo del antropológico reducto) y disparé dos o tres fotos usando la luz natural -que es lo mismo que decir que no disparé ninguna foto, tan tenue era el resplandor que llegaba desde la ventana del fondo. Después me senté en un rincón y traté de imaginar que cara pondría si tuviera alguna idea de cómo retratar al entrevistado. 
Terminada la charla con mi colega, pido al doctor que tenga la amabilidad de gatear hasta las proximidades del ventanuco enrejado en el extremo del cuarto, y lo inmortalizo aplicando su calibre sobre una calavera sonriente.
 Después de eso tengo la posibilidad de recorrer el museo (esta vez la parte pública) y elegir uno o dos esqueletos más junto a los que fotografiar a mi modelo.


Cuando estábamos por subir al auto me sentí a salvo y me animé a disparar algunas fotos (con el teleobjetivo más largo que tenía) a la fachada del museo. Los smilodones de piedra que custodian la entrada parecían inofensivos a la luz del día, vistos de lejos a través de la fila de árboles del estacionamiento.


2 comentarios:

  1. jajaja me hacés reír! Haceme acordar que te diga algo de los tiempos verbales (hola, nerd jaja).

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  2. ah, Sabri, sos grosa! anoté todo lo que me dijiste, beso!!

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